Una bala para Riquelme
Por Facundo Marull
El Torpe pasó ante el café "El sol naciente" sin entrar, con lo cual consumó un hecho insólito. Decir que nos dejó con la boca abierta y desagradablemente asombrados es usar los términos veraces y acordes a nuestro estado de ánimo. Porque la explicación es como sigue: constituíamos una comunidad tan armoniosa y estricta que a ninguno de sus fieles se le ocurría aventurarse más allá del núcleo de mesas y parroquianos que la formaban para penetrar en el mundo riesgoso de la ciudad. De manera que, sin ser amigos, todos nos conocíamos en "El sol naciente", y cuanto ocurría y le pertenecía nos era común a todos, aunque el mísero ambiente del café poseía sus grupos bien definidos, invariables, ajenos entre sí. Y distribuidos de manera que la mesa de la vidriera nos correspondía al Torpe, a Sender, al Gato y a mí; la segunda hacia el interior, a los quinieleros; enfrente, a un sastre italiano que recordaba París; después a los maquereaux y aspirantes menores, y así hasta el fondo, donde se recluían los ladrones. Todos nos desplumábamos a los dados durante el día, sin variantes. Era un café tranquilo, inocente, y sólo nos regía la mirada sin patria de un soplón desafortunado.
Bien; el caso fue que quienes nos hallábamos más hacia la entrada nos volvimos extrañados por la conducta (casi una infidelidad) del Torpe Rodríguez; pero, sin dar tiempo a nadie a hacer algún comentario, se detuvo de pronto para sostener por las delanteras del saco a un vendedor ambulante que se hallaba entretenido maltratando a un pequeño gato. Y con un recio upper cut le proporcionó una incómoda posición sobre la locomotora de un manisero.
Yamada, el camarero del café, felicitó al Torpe en su idioma sobrecargado de eles, en razón de que ambos compartían una difícil creencia, cuyas raigambres se extravían para el curioso en las encrucijadas de las huellas morfodeístas (ver Rafn, "Antiquitates", etc.), y que se referían a esa clase de animales. Los demás nos limitamos a hacerle sitio porque lo sabíamos apenado a causa de las torturas sufridas por el felino.
Aquella tarde no sucedió nada más.
Porque Riquelme llegó a la noche. Y la mujer, y el resto.
A ninguno de los que estábamos rodeando la mesa, cuya frecuentación ejercíamos por el derecho que nos otorgaba la consumición de un café por parte del Gato, a ninguno de todos, se nos hubiera ocurrido nunca que el Torpe poseía juntas dos monedas que sumaran más de diez o quince centavos. De manera que, cuando colocó su moneda de diez en la mesa, y además ordenó (ordenó tal vez sea poco, pero sea) a Yamada los tres cafés que faltaban en el grupo, ninguno de nosotros aceptó el desafío de aquella moneda "handicapeadora" que estaba ahí, según declaración de su legítimo propietario, opuesta a cinco centavos más el derecho a tirar tres veces contra una hasta el full victorioso. Al rato, y tal vez tentado, Sender, que casi habitualmente guardaba monedas en sus bolsillos, recogió el guante: puso cinco centavos sobre la otra moneda y pasó el cubilete al Torpe. Él lo sacudió largamente, sopló en su interior, miró en dirección al inútil ventilador del techo, mientras murmuraba algo parecido a una plegaria, volcó el cubilete y lo mantuvo apretado contra la mesa, mirándonos fieramente. No había más que tres dados en el cubilete, pero, durante los quince minutos que transcurrieron después, no apareció la jugada ganadora, porque las muchas combinaciones posibles burlaron la copiosa aparatosidad y las fórmulas ciegas del Torpe. Sender transpiró, pero logró un par de tres que le salvaron su dinero. y el Torpe sonrió.
-Van diez más contra una escalera.
Colocó honradamente su moneda en el centro de la mesa y el juego continuó. Siendo las 20,20, como dijeron los diarios a la mañana siguiente, entró Riquelme. El Torpe lo vio por el espejo de propaganda del Ocho Hermanos; perdía a esa altura de los acontecimientos, y tras una larga y recargada función de alternativas más o menos monótonas, la suma de un peso veinticinco; es decir, había ganado de lo que había perdido, pero al final de cuentas había perdido. El Gato no fumaba, pero yo me atasqué de tabaco a cuenta de los beneficios de Sender, de tal manera que, cuando fui al hospital a raíz de la afección sufrida, el médico accedió a obsequiarme dos cajas de inyecciones de esas que se destinan a una enérgica desintoxicación bronquial y cuya venta está penada por la ley en razón directa de su gratuidad. No conocí los beneficios que pudieran haberme proporcionado las ampollas, pero tampoco la ley se ocuparía de mis transacciones comerciales, sin contar con que actué discretamente.
Riquelme entró con pesadez, como convenía a sus ocupaciones, que consistían, aproximadamente, en hacerse subvenir por noctámbulas furtivas. Gracias a sus plácidos recursos económicos, Riquelme vestía de impecable gris plomo; el sombrero gris perla, la corbata de seda, también gris, camisa blanca de cuello blando y botines de charol negro, con polainas también grises. Su Ocupación del tiempo se dividía entre dedicar buena parte del mismo a la pulcritud de sus uñas y a arriesgar al frenesí del cubilete sumas cuyo monto hubiera bastado para vestir, como a él, a cualquiera de los parroquianos del café. Se supo, tiempo después, que se constituían grupos en sociedad para tratar de despojado, mediante los recursos del azar, de algunas cantidades que nunca satisficieron a los confabulados: éramos demasiados.
El buen Riquelme, sentándose a la mesa de costumbre, pidió a Yamada bicarbonato doble, mientras desplegaba ante sí el programa de las carreras del Hipódromo y nos miraba con inmodesta presunción. Sabíamos que él tenía la costumbre de cenar, pero considerábamos de dudoso gusto exhibido públicamente. Nos manifestamos naturalistas en nuestras expresiones que le dedicamos casi a coro y que se referían a la desafortunada parte que le correspondía en su amistad con una señora presumiblemente rubia y viuda, relación cuyas noticias llegaron al café de fuentes inconfesas. Aparte de nuestras apreciaciones, tal vez un poco entusiastas como reacción, existía en verdad una situación irregular entre Riquelme y la joven supuesta viuda; en tanto que él se rodeaba de méritos ante la señora, méritos que consistían en numerosas entregas de dinero en efectivo, supuesto homenaje a la apariencia estructural de la favorecida, ella correspondía con espaciadas comidas y diarias cortesías, corrientes y adecuadas, que terminaban en la puerta de la calle. Pero se decía que Riquelme amaba. Y cuando un hombre sin ley o con un sentido estrictamente personal del orden de cosas que la ley establece como ajenas a ella, por esas extrañas e inexploradas virtudes del carácter, se enamora, no hay más que dejarlo solo para comprobar, con el tiempo, hasta dónde puede llegar. Yo pienso, cuando no tengo algo más interesante que hacer, y he llegado a suponer que los ángeles nada pueden en salvaguardia del enamorado; he visto, no recuerdo si en el cementerio o acaso en algún álbum de reproducciones artísticas, un grupo de ángeles blancos llorando desconsolados. "He aquí -me dije en la oportunidad- los ángeles del hombre enamorado." Nunca he sabido de nadie que en tan desastrosas condiciones haya llegado a algo. En cuanto a Riquelme, no creo que nadie lo considerase una excepción: él entregaba su dinero a la sospechada de rubia y en cambio recibía reticencias y un pudoroso retener la mano regordeta en cada despedida. Aquello duró lo suficiente como para que se enterara hasta el soplón, y nada de bueno augurase todo. Estas situaciones irregulares acarrean violencias innecesarias. Yo debía haberlo previsto, pero uno no puede estar en todo. Y la claridad se hizo en mí, como dicen los que se arrepienten y en seguida cantan himnos, cuando vi a la mujer de Riquelme ahí, casi a mi lado, detenida en la puerta.
No la miré más que una vez. Y no porque ella no lo mereciese, sino porque el asunto empezó en seguida: la mujer, despeinada y presa de una angustiosa sofocación, se detuvo un instante donde yo la viera, para buscar con la mirada a alguien. Entonces Riquelme, que también la vio, estiró su presencia impecable poniéndose de pie junto a la mesa que ocupaba, porque su prestigio le impedía acercarse y, por el contrario, le dictaba esperar que ella lo hiciese. Pero, ella se tomaba su tiempo, mientras yo hacía mis consideraciones mentales sobre la conducta de Riquelme, desaprobándola, porque no siempre corresponde someterse a los principios, que son una forma de esclavitud.
La mujer vio al Torpe. Lo que no puedo asegurar es si el Torpe la vio a ella; pero, cuando la mujer gritó, el Torpe, que es sumamente largo y delgado, en el tiempo que necesitó el gatillo para caer sobre el percutor, estaba pegado al zócalo de la pared y oculto por la puerta de vaivén, a la que mantenía inmóvil en un ángulo de dieciocho grados con relación a Riquelme.
Yo sólo vi el principio y el fin. Y no creo que nadie que no sea la policía me lo reproche: vi a la mujer llorosa arrojándose a las rodillas del Torpe y señalando luego a Riquelme.
-¡Querido! ¡Te comió los gatitos blancos! ¡El canalla! ¡Me obligó a preparárselos con salsa Perry!
El balazo sonó justamente con el pocillo de Sender; después supe que el autor del disparo fue Riquelme, y además me enteré de los detalles. Pero eso fue después. Inmediatamente pugnamos el Gato y yo disputándonos el hueco (felizmente vacío) destinado al radiador de la calefacción. Sender, más afortunado, planeó a través de la ventana hacia la calle, pero no se lastimó con el golpe sino con el cristal, que después de todo sólo le ha dejado una pequeña cicatriz visible y que, si se ignora el origen, le suma méritos. Claro que él dijo que el cristal ya estaba roto por la bala cuando salió, pero, de cualquier manera, no me imagino cómo se las van a arreglar para cobrárselo.
Los balazos continuaron. El sastre, a quien interrumpieron cuando entonaba con bella voz C'est mon homme, tres quinieleros y dos aspirantes, fueron los que quedaron de este lado de la puerta del pequeño excusado, porque no cabían todos. Mientras yo le colocaba la rodilla en la garganta al Gato y él me pisaba sin consideración el epigastrio, ya que no había manera de que entrásemos al mismo tiempo en el hueco, oímos a la mujer que gritaba: "¡No!", como sólo puede hacerla una mujer, en tanto corría al encuentro de Riquelme, que cargaba otra vez.
Hubo entonces lo que podría llamarse un silencio, y, para ofrecer una clara y comprensible medida del mismo, un silencio de redonda. Pero no nos atrevimos a salir, aunque entonces vi otra vez: la dama corría en dirección a Riquelme, quien terminaba de llenar el tambor (reconozco su superioridad, en lo que a mí se refiere, por unos décimos de segundo) y se trababa en riesgosa lucha con ella. Entonces el Torpe se desprendía de la puerta y con sus tremendas piernas daba dos pasos sin competencia, que terminaron junto a la pareja. Vi su puño como un destello y entonces creí que se rompía algo más, pero no: era la mandíbula de Riquelme. Creo que fueron tres mesas las que éste afectó cuando se fue de espaldas hacia el rincón donde se hallaba la máquina "express".
Cuando se incorporó, lo hizo con una silla en alto que descendió en impecable parábola sobre la cabeza del Torpe, que trató de asirse, pero demasiado tarde: lo vimos estornudando bajo la mesa vecina. Y aquí está lo que he dicho siempre: pongan un revólver en manos de una mujer y no estará satisfecha en su curiosidad hasta que lo descargue sobre alguien de la familia. Tal vez se deba a una remota distinción preferencial.
Riquelme, andando a gatas, buscaba su revólver por debajo de las mesas, cuando lo vi en manos de la mujer, que lo curioseaba. Entonces yo, que lo sabía en poder de la inexperiencia, traté de desalojar al Gato a viva fuerza del hueco, metiendo mi cabeza por el costado inferior de sus costillas, entre éstas y la pared. Todavía pude ver a Riquelme desarmando otra silla sobre la parte superior del Torpe, y a éste coceándolo desde el suelo en pleno vientre, lo que hizo que Riquelme se fuese contra la puerta, la cual cedió, provocando su caída en plena acera, de cara al cielo. Nadie se movió, esperando el próximo movimiento de los actores. Y, en efecto, Riquelme reapareció, enfurecido como un toro de lidia, y nos distribuyó una torva mirada circular. Estaba magnífico, el pobre.
Entonces empezaron esos malditos disparos otra vez, que uno sabía mal dirigidos. Cuando sonó el último y hubo la evidencia de que la mujer no contaba con más proyectiles, nos dispusimos a salir; pero un tropel salvaje nos hizo refugiarnos otra vez en el hueco del radiador, al Gato y a mí: eran los protegidos del fondo que, con Yamada a la cabeza, huían para no comprometerse. Pero vaya usted a engañar a la policía; allá fuimos todos en el término de dos días.
Por eso hubo tiempo sobrado para las complicaciones, y el asunto no terminó con claridad y normalmente, como todos habíamos pensado; no nos llamaron como testigos, sino que nos encarcelaron a todos por sospechosos. Que Riquelme había fallecido a consecuencia de un balazo en el vientre, no se puso en duda. Pero lo que llamaba la atención e inquietaba a la policía era el balazo que lucía Riquelme: no correspondía a los disparos efectuados en el café. Y la señora no necesitaba más que un abogado para salir del asunto y dejar negros a los peritos policiales.
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Entonces apareció Leo, el de la 4ª. Sir John C. Raffles, como él se hacía llamar.
-El caso del sexto balazo, dicho sea con todas las reservas que merece el sumario, deslinda responsabilidades: el primer impacto de la serie A (que no nos interesa) lo recibió el pocillo de café que se hallaba sobre la mesa ocupada por uno de los actores del drama y otros; los restantes cuatro muestran su evidencia y la correcta dirección en que fueron efectuados, porque aún permanecen incrustados en la madera de la puerta. Correcto. Quedan ahora los cinco disparos que le siguieron; designarémoslos como los de la serie B. La señora (aquí una inclinación hacia la hipotética viuda, porque nos habían trasladado a todos a "El sol naciente", donde permanecíamos a puerta cerrada), la promotora del incidente, disparó la carga completa, según ha quedado establecido, sin herir al finado. Prueba fehaciente son los cinco impactos dispares debidamente registrados y clasificados por la inspección ocular y el peritaje balística llevado a cabo en este recinto. De donde se deduce, como sostiene la Superioridad, de cuyo punto de vista me corresponde el honor de participar (y aquí una interrupción no localizable, a la que Leo prestó oídos sordos), que un heridor cuya conducta ha escapado a la atención de los testigos que resultan del hecho, y que se oculta en el grupo que animaba la concurrencia, fue el autor del sexto disparo que truncó la animosa si bien lamentable carrera de Riquelme. Recordar con exactitud está sujeto a tal cantidad de incertidumbres como factores gravitables en el estado psíquico de cada uno; y prueba de ello es que nadie, entre ustedes, interrogados por turno, pudo afirmar haber oído tal cantidad de disparos. Para ilustración de ustedes daré una prueba, interesante como experimento: interróguese a un número cualquiera de asistentes el día posterior a un concierto sobre el color de la batuta con que el director conducía su orquesta, y se obtendrán tantas respuestas diferentes como personas sometidas al experimento. Resultado: el hombre dirigió su conjunto sin batuta.
Festejamos con simpatía el aserto de Leo el de la 4ª; pero, a pesar de todo, él volvió a la carga:
-Bien, ya veo que la cordialidad nos va ganando a todos. Trataré de corresponder dignamente a tal manifestación de aprecio: ¡O me dicen quién fue el autor del sexto disparo o envejecen todos en el calabozo, porque no pienso permitir que se cierre el sumario aunque pasen veinte años!
Como es natural, todos mirábamos a otro lado. Leo acercó sus anteojos de acusada miopía para simular que observaba uno de los impactos con exagerada atención, pero a nadie escapó que esperaba la respuesta reveladora. Por último se volvió.
-Vamos. El responsable de la muerte del pobre hombre sabe que a mí, por lo menos a mí, no se me escapa nadie. Aparte, alguien debe haber visto algo... Recuerden que yo reintegré al calor de su hogar a Opez y Villegas, arrancándoselo de las garras al pibe Anselmo cuando lo mantenía secuestrado en el irreductible bastión de su morada: Recuerden también que lo reduje sin salir de casa y consideren que ahora me tienen de cuerpo presente, como quien dice; soy como esas novias a quienes creemos haber olvidado y con quienes nos hallamos un día, de pie, escuchando la lectura del contrato por un oficial del Registro Civil. (Escalofriantes reminiscencias en el auditorio.) Inductivamente, ya sé quién mató a Riquelme. Que se confiese el autor y ahorraremos emolumentos al Estado, que bastante caro le estoy costando.
Ni una boca dijo "ésta es la mía". Leo se volvió a Yamada.
-Café para todos. Vamos a darles tiempo para que se decidan. Alguno hablará.
Yamada hizo un ademán de sorpresa y alarma, que se metamorfoseó en una expresión de feliz agradecimiento cuando Leo le explicó que pagaría él. Entonces pedí que se me permitiese ampliar mi opción hasta café con leche y pan y manteca. Leo hizo una generosa indicación a Yamada. El ambiente, gracias a mi acertada intervención, se hizo entonces menos tenso.
Algunos aspirantes se mostraban de buen humor por lo que significaría esa aventura para ellos, cuando sólo quedase en la memoria la confusa leyenda del escándalo; otros, graves porque trataban de aparentar que lamentaban la pérdida sufrida por la hermandad, a la cual aún eran extraños por incapacidad innata (véase José Ingenieros, "Simulación en la lucha por la vida", y otros); y otros, de jeta estirada, dispuestos a asumir la culpa por amor a la carrera.
Me volví; la vanidad es algo más digno. La rubia de los disparos había adoptado una actitud de viuda, pero su apariencia me fue difícil adjetivar. Sender meditaba sobre la honrada posibilidad de instalar un taller para la compostura de instrumentos musicales. El sastre italiano, pespunteando una solapa, entonaba bajamente La Madelon, versión libre. Yamada, que por su carácter racial se hallaba ajeno a las sospechas, desempeñaba sus funciones habituales. Faltaba el soplón, que se encontraba ausente a raíz del fuerte colapso sufrido y del cual se asistía en la Asistencia Pública, bajo vigilancia. Leo, el de la 4ª, revisaba los agujeros producidos por las balas, sin desechar su aire socarrón. El Torpe, enfurruñado porque no se le permitía aceptar el desquite que le ofreciera Sender, se dedicaba a mirar los espejos con aire ofendido. El Gato Rodríguez chupaba un escarbadientes como un fumador, su antigua costumbre. Y yo esperaba legítimamente que alguien me ofreciese un cigarrillo, porque había concluido mi café con leche, pan y manteca.
Como se ve, las cosas andaban demasiado bien para que aquella tranquilidad durase mucho. Rara vez estoy desprevenido, pero debo confesar que en esa oportunidad Leo anduvo bastante rápido. De improviso me encaró, precisamente cuando yo, que esperaba un ataque, dejaba de aparentar encontrarme distraído y confiado.
-P. H., ¿qué tiempo emplea usted para cargar, en caso de apuro, un revólver?
Para no aparentar que lo pensaba contesté en seguida. Y él comprendió, entonces, que se hallaba ante un digno adversario.
-¿Quién de los presentes puede igualar su performance?
El oficio de delator se cuenta entre los pocos que no he desempeñado, pero luego pensé que de cualquier manera Riquelme, el pobre, ya no podría ser perjudicado, y le hice notar honestamente que, entre los presentes, si era que se lo podía enumerar ya que nos reunía su causa, sólo admitía la supremacía, por escaso margen, del finado.
Entonces, Leo perdió pie bellamente. Lo consigno para quienes aprecian las verdaderas piezas policiales. Atacó de frente y esto lo perjudicó.
-¿Requiere larga práctica, pericia, o existe un recurso tramposo para lograrlo?
Se arrepintió de su imprudencia, pero era tarde. Yo me había refugiado, con todo derecho, en un silencio profesional, y, para demostrárselo, aparté la taza vacía del café con leche. El captó la intención y se volvió bruscamente. Un dejo de lamentable reproche tenía su voz cuando habló otra vez.
-Tengo que ganarme la vida y no encuentro más que incomprensión y
susceptibilidades a mi alrededor; vine engañado con la convicción de encontrar gente dispuesta a preferir el ejercicio de la justicia, fundamento del orden en toda sociedad, y me encuentro con quienes someten a apreciaciones personales los recursos de la institución que me honra representar; alargo mi mano amiga inspirado por la solidaridad de las funciones sociales, y, precisamente, aquel en quien confío, con el que creo contar, me vuelve la espalda seducido por el ergotismo falaz del individualismo. Entonces, señores, me queda un solo camino: recojo el guante y pronuncio, como el otro: "Echada está la suerte, ¡guay de los vencidos!"
Estuvo magnífico, casi académico; todos convinimos en que aquel gesto debía ser registrado por la tradición para que perdurase en los anales de "El sol naciente". Dio varios pasos con la cabeza erguida y se detuvo de espaldas a la puerta, custodiada por dos policías que descansaban ya en uno, ya en el otro pie. Su misión era la de alejar a los curiosos ocasionales y garantizar nuestra permanencia en el interior. Leo nos miró pensativo durante un tiempo y comenzó un paseo que luego se hizo largo, y, a juzgar por los resultados, bastante fructífero. Iba y venía por el local, se detenía ante alguno de nosotros, lo miraba un rato insistentemente y meneando la cabeza en señal de duda. Aquello era monótono, si no aburrido. Por eso casi nos alegramos cuando sonó el teléfono y Leo, el de la 4ª (el magnífico, como se lo llamó más tarde), se acercó al aparato. Estuvo atareado varios minutos en una conversación en la que abundaron exclamaciones, respingos de sorpresa, alaridos que exteriorizaban satisfacción y risas. Por último, colgó el auricular, y, ubicándose en una mesa como parroquiano despreocupado, pidió a Yamada una copa de coñac y un café bien caliente, para en seguida comportarse como si nos ignorase. No le he perdonado tal grosería, y me indigna recordado.
Al rato llegó un policía uniformado, portador de un envoltorio que entregó a Leo, el de la 4ª, quien extrajo de entre aquellos papeles el revólver de Riquelme y una bala. Luego se acercó a los cristales y se dedicó a curiosear ambas piezas con intrigante minuciosidad. Comprendí que todo había terminado y me dispuse a retirarme, pero él me advirtió amablemente que aún se requería mi presencia por un tiempo. No quise malherir su vanidad y me quedé. Lo que sucedió en seguida me sugirió la siguiente reflexión: se claudica amargamente a veces, y eso es lo triste; la conducta, cualquiera que sea, debe ser defendida con lucidez hasta en la desesperación.
Leo se volvió para enfrentarse con el Torpe, que, entretenido en concertar un próximo encuentro a los dados con Sender, recibió una sorpresa.
-¿Reconoce el arma empleada en el hecho que nos ocupa?
El Torpe sonrió con amargura.
-Ya no me siento seguro, señor. Me han preguntado tantas veces lo mismo y he visto esa arma tanto, que me estoy familiarizando con ella.
-¿La vio en otra ocasión, aparte de aquella en que se supone fue descargada sobre su legítimo propietario?
-Para decirlo de una vez, la vi por primera vez en este mismo lugar.
Leo le volvió la espalda antes de que terminara de hablar, para acercarse amablemente a la única dama que asistía a aquella reunión. Se inclinó ante ella mientras le mostraba el revólver en una muda pregunta, a la que respondió la señora asintiendo, mientras deslizaba su mano por los cabellos en una inequívoca muestra de coquetería.
-Ese es, señor.
Leo se irguió para mirarnos a todos como quien indica un ejemplo loable ante la incomprensión y malas formas mostradas por los demás en idénticas circunstancias. Pero yo estaba muy triste por todo y filosofaba sin interés sobre lo que veía. Leo insistió aún ante la señora.
-¿Declaró usted, señora, haberlo descargado sobre su antiguo pretendiente durante un momento de ofuscación, consecuencia del mal trato y los riesgos a que exponía a su amigo?
La rubia hizo un mohín infantil de indignación.
-Sí, señor; ya he declarado que mi actitud fue incontrolada, aunque debo manifestar que Riquelme se merecía el trato que recibió y lamento no haberle disparado la bala que lo tumbó.
Leo se apartó hasta la mesa próxima, colocó el arma y la bala ante sí y, cruzando los brazos, se quedó mirando hacia la entrada, sonriendo como si pensase en algo muy agradable. Luego anduvo unos lentos pasos, adoptó una grave expresión de condolencia y se me acercó.
-P. H., espero que no me guarde rencor. He tenido que proceder como un policía y me entristece presentir que pierda su amistad.
Le respondí con un epíteto digno del sitio de Troya, y en seguida, volviéndome con dignidad a Sender, le solicité un cigarrillo. Leo se acercó entonces hasta la puerta batiente y, golpeando los cristales, llamó la atención de los dos policías que la custodiaban para hacerles indicación de que entrasen.
Los dos uniformes se alinearon ante la puerta, y entonces Leo, el de la 4ª, se decidió bruscamente y señaló con el dedo al Torpe, casi acostado en la silla que ocupaba.
-Detengan a ese hombre.
"Defenderse con lucidez, hasta en la desesperación", me repetía yo, enamorado de mi frase, mientras la viuda gritaba por segunda vez en ese mismo café, y toda la concurrencia, salvo honrosas excepciones, se lanzaba bajo las mesas. Un espectáculo que me resigné a mirar con repugnancia.
Leo se había vuelto velozmente para indicar con el brazo extendido que se observase a la señora mientras ella evidenciaba imprudentemente su pericia, recogiendo con presteza el revólver y la bala de sobre la mesa donde los había dejado Leo, introduciendo en un tiempo casi record el proyectil en el tambor que, aparentemente, no era movido de su sitio. La rubia aulló:
-¡Nadie toque a ese hombre!
Y, amenazando a unos y a otros, se encaminó a la salida, escudada por el revólver. Leo hizo una indicación a los policías, que abrazaron a la señora, al tiempo que el percutor funcionaba inútilmente. Y acercándose a ella, le retiró el arma de las manos.
-Esta vez no disparó, señora, porque es un proyectil de utilería. Como todas las cosas bien pensadas, el caso es muy sencillo: nos llamaron la atención en el arma ciertas limaduras que hacían peligroso su uso por la facilidad con que podía deslizarse el tambor; pero la intriga resistió cuatro o cinco suposiciones para mi mente policial, hasta que, basado en la comprobación pericial de que la sexta bala había sido disparada con el mismo revólver y en el hecho de que el arma no había pasado, ni por un instante, a las manos del orgulloso y hábil P. H., forzosamente debió ser disparada por usted. Entonces reconstruí: el imprudente de Riquelme puso a usted al tanto del mecanismo de su arma, sin suponer que la misma podía volverse en su contra en la primera desavenencia. Y ésta ocurrió cuando Riquelme, que se sospechaba engañado, descubrió sus relaciones clandestinas con el Torpe y, por lo tanto, no sólo se vengó cenando los animalitos favoritos de su rival, sino que se negó a continuar entregando a usted las sumas regulares. Con el propósito de culminar su venganza, vino al café, donde sabía que encontraría al Torpe, y comenzó a provocarlo, pero no contaba con que usted irrumpiría en su programa para la gresca que se traía programada, y menos previó el fin que sufriría en sus manos. Porque, cuando Riquelme volvía a cargar su arma y usted trataba de impedírselo, alguna bala debió caer o quedar sobre la mesa, bala que usted, inspirada por las circunstancias y por su conocimiento de los recursos de aquella arma, disparó matando a Riquelme con el primer disparo, para luego dedicarse a dejar huellas en las instalaciones de este acogedor café, demasiado distantes entre sí, de cinco balas, la última de las cuales entró al tambor del revólver con el procedimiento conocido. Detalle más o menos, ésta es la historia. Señora: la detengo por el asesinato de Riquelme. Búsquese atenuantes, y buena suerte.
La rubia lloró amargamente, pero no hubo nada que hacer